Opinión
Ver una final del Madrid es ser masoquista
Ayer pude confirmar el masoquismo futbolístico que sufro. Justo antes de que las campanas tocasen las nueve, en Cadaqués el tiempo era plácido: al mar no parecía inquietarle mucho la final de la Champions, la temperatura era de lo más agradable y en la terraza del Bar Set tocaban música en vivo. ¿A quién se lo ocurre escapar de tal oasis para ir a sufrir innecesariamente? Pues a mí. No solo me flagelé yendo a ver un partido que desde un principio tenía ya un resultado anunciado, sino que, para rematarlo, tuve que vivir tal tortura junto a una madridista que gozaba del sufrimiento ajeno.
Como es habitual cuando juegan los de blanco una final, el guion se iba siguiendo al pie de la letra. La primera parte fue un espejismo para los germanos, esa trampa del Real Madrid de darte la falsa ilusión para que creas que, con un poco de suerte, puedes salir vencedor de esa batalla. Jugada tras jugada, el Dortmund llegaba con peligro, pero la típica suerte merengue, evitaba que la pelotita tocase la red. Mientras yo iba cayendo en la misma trampa que los jugadores alemanes e iba convenciéndome de que esa sería la noche donde la historia cambiaría, a mi derecha, Alejandra -simpática, pero madridista- se lo miraba con total calma y seguridad, como esa persona que, mirando una puesta de sol, sabe que ocurra lo que ocurra, el astro acabará escondiéndose para dejar paso a la noche.
Puede sonar exagerado, lo sé, pero lo del Real Madrid en la Champions League es ya una ciencia exacta. Sin que nadie pudiese evitarlo, en el marcador de Wembley el 6 y el 9 pasaron a ser el 7 y el 0: minuto 70 y ahí, por arte de magia, se invoca el espíritu Juanito o lo que carajo sea que invoquen esta gente. De repente, un equipo que mostraba ciertas carencias y empequeñecido, empieza a jugar de manera diferente y aniquilar al rival sin piedad alguna. En ese preciso instante, soy consciente de que se acaba todo: primer gol de córner, claro, que jode más y para rematarlo, Vinicius, que tiene de bueno lo que le falta de carismático, se pone a bailar en una esquina celebrando el segundo. Alejandra aplaude y yo me oculto para no darle el placer de regocijarse en mi sufrimiento. Tras el partido, tras el lamento, empiezo a pensar sobre como es posible que un equipo que no juega, ni mucho menos, el mejor futbol del mundo, acabe -casi- siempre ganando el trofeo más preciado de este deporte.
También empiezo a darle vueltas sobre lo que se cuestionan dos compañeros de este periódico, David Bernabéu y Lluís Carrasco. El primero fiel al legado del ADN culé y el segundo implorando menos retorica y más competitividad. ¿El Barça debe dejar su manera de ver el fútbol para poder luchar por competiciones como la UCL? Ahora mismo no tengo ni la más remota idea, pero es sano que se cuestionen las cosas cuando estas no marchan como deberían marchar. Yo lo único que sé, es que nunca jamás volveré a ver una final de la Champions League cuando juegue el Real Madrid, o al menos, si lo hago, no voy a hacerlo junto a una madridista. No hay nada más masoquista y humillante que sufrir y que, encima, enfrente gocen de ese sufrimiento.
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