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Héroes Olímpicos: Simone Biles

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Héroes Olímpicos: Simone Biles / | sport

El mundo esperaba que en Tokio hiciera el mortal nunca visto, pero sacrificó los oros a su salud mental. Fue el triunfo de una heroína.

Pisa el tapiz del pabellón Ariake. Los focos iluminan su rostro y su body azul con estrellas rojas y doradas. Un sinfín de indiscretas cámaras la vigilan. Millones de espectadores la observan, inquisitoriamente, por todo el mundo. Sus menudos 1,42 metros son un vendaval de potencia y velocidad. Su cuerpo vuela. Doble salto mortal de espaldas, giros a 150 vueltas por minuto, parábola y… sus pies, descontrolados, rebotan y aterrizan fuera del rectángulo. No sonríe. Minutos después, las cámaras y las miradas siguen acechándola. Corre a 25 por hora y se impulsa por los aires tras tocar el potro. Sale disparada y, después de un mortal en plancha, toma tierra con tal poderío que cae fuera de los límites de la colchoneta. Sigue sin sonreír. Ahora, la barra de equilibrio. Tras unas volteretas casi inverosímiles culmina con una pirueta de salida. Su cuerpo desciende desde las alturas pero, desorientada, el suelo no está donde esperaba. Sale lanzada de espaldas entre trompicones. Baja la cabeza. Su rostro sigue sin sonreír. 

Nadie la reconoce, ni siquiera ella misma. Simone Biles había llegado a los Juegos de Tokio etiquetada como la mejor gimnasta de todos los tiempos, la sucesora de Larisa Latynina y Nadia Comaneci. Cinco años atrás, había revolucionado la gimnasia artística femenina. Había asombrado al planeta en Río conquistando cuatro oros y un bronce pero, más allá de los metales, su magia estaba en ejecutar unos ejercicios con una dificultad nunca vista, tan arriesgados y peligrosos que ni siquiera los jueces sabían cómo valorarlos. 

Pero la mochila, a sus apenas 24 años, con la que se presentaba en Japón era pesada, muy pesada. Ella, Simone, era una de las que, valientemente, había denunciado ser víctima de abusos sexuales en su adolescencia por parte de Larry Nassar, el coordinador médico del equipo estadounidense. Presión, ansiedad, depresión… Su vida, fuera de la gimnasia, era un infierno. Y en los Juegos, su cuerpo y su mente no estaban sincronizados para competir. No podía más y estalló: “Desde que entro al tapiz estoy sola, confrontando los demonios en mi cabeza. Siento como si cargara sobre mis hombros el peso del mundo. Debo hacer lo que es bueno para mí y concentrarme en mi salud mental (…). No somos solo atletas o artistas, también somos seres humanos. Y más duro es ser una atleta femenina, todo el mundo quiere que te arruines y reza por tu caída. He perdido la pasión por lo que amo”.

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No podía seguir. Atormentada, no estaba centrada para ejecutar los ejercicios con seguridad. Ganaría la plata en equipo pese a no estar en la final, renunciaría a disputar las asimétricas, la barra, el suelo… pero finalmente sacaría arrestos para subirse a la barra de equilibrio. Apenas ocho actuaciones, 15 minutos de angustia. Y Simone Biles volvió a sonreír: medalla de bronce. Se la colgó al cuello, lloró, y la miró como si fuera de oro brillante. Fue un triunfo contra sí misma, contra todos. Un mensaje al mundo. Como la frase tatuada que lleva en una de sus clavículas: ‘And still I rise’ (‘Y aún me elevo’).