Para hacer realidad un sueño, a veces no basta con luchar por él, sino que también hay que sobreponerse a los elementos. Esto fue lo que le pasó a uno de los mitos del fútbol italiano, doble campeón de la Copa del Mundo, un delantero llamado Giuseppe Meazza.
El ‘elemento’ que pudo acabar con su vocación estaba en su propia casa, en el modesto barrio milanés de Porta Vittoria. ‘Peppino’, huérfano de padre -murió en combate durante la Primera Guerra Mundial- desde que tenía 7 años, quedó a cargo de su madre, a quien no le hacía gracia que su pequeño se dedicase a ese deporte que practicaba en la calle, con balones de trapo.
Se cuenta que la ‘mamma’, en su afán de persuadirle, le llegó a esconder sus zapatos, pero Giuseppe Meazza se empecinaba en jugar incluso descalzo. Su premio le llegó a los 12 años, cuando ingresó en los equipos de base del Gloria FC.
Su escasa altura y su complexión delgada le cerró en principio las puertas del Milan, pero no las del Inter, que apostó por él. Meazza jugó 13 temporadas seguidas, incluyendo el período en el que el fascismo obligó al club a denominarse Ambrosiana. Participó en la primera edición de la Serie A -temporada 1929-1930- y fue el máximo goleador de esa campaña.
‘La balilla’ -como le apodaban- era un tormento para las defensas rivales por su rapidez, talento -gran pasador- y su olfato de gol. Obviamente, no pasó desapercibido para los seleccionadores italianos y se convirtió en un fijo en la ‘squadra azzurra’ que ganó dos Mundiales seguidos, el de 1934 en su país -casi ‘obligados’ por Benito Mussolini- y el de Francia en 1938, en el que fue capitán.
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“Jugar con él era empezar los partidos ganando 1-0”, dijo con cierto punto de exageración el seleccionador -también bicampeón mundial- Vittorio Pozzo. Y Giuseppe Meazza se convirtió en leyenda. falleció en 1979 y un año después, Inter y Milan acordaron que San Siro llevara su nombre. Un mito que pudo serlo pese al recelo de su madre.