Juan Roman Riquelme siempre fue un futbolista para nostálgicos. Su juego exigía una mirada adulta, remitía al pasado y se rebelaba contra los valores urgentes del presente. Roman aborrecía la velocidad, la fuerza, el contragolpe y la intensidad. El valor de su juego estaba en la pausa. En palabras del escritor, Eduardo Sacheri, “un exquisito cuando casi todos han renunciado a serlo. Un gourmet en una época de hamburguesas mal cocidas”.
Riquelme era un retrato del clásico enganche argentino formado en las calles. En el Barça llegó tras unas duras negociaciones con Boca con el aval de haber bailado al Madrid en la final de la Intercontinental. Costó 24 millones en una época de reconstrucción convulsa. En un Barça que buscó en Argentina el talento perdido. Román vino después de Saviola pero, en lugar de Bianchi, Gaspart se decantó por recuperar a Van Gaal.
Aquel movimiento fue clave para entender el paso de Riquelme por el Barça. El mismo día de su presentación fue citado en su despacho con un montón de vídeos de Boca. “Eres el mejor del mundo con la pelota, pero cuando no la tienes jugamos con uno menos. Aquí tengo un sistema y confío en él. Usted va a jugar de extremo izquierdo”.
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Aquello nunca funcionó porque eran dos polos opuestos: Van Gaal quería disciplina, primer toque y juego posicional; Riquelme iba por libre. Trataba el balón con la delicadeza protectora de una figura materna. Lo agarraba, lo pisaba y se aferraba a él como si fuera parte de su cuerpo. A veces el juego para Riquelme era un asunto privado entre él y la pelota. Cuando no la tenía, boludeaba en el campo y se le ponía cara de triste recordando La Bombonera.