Ser catalán es un oficio cansado. Pero no tanto como ser catalán, jugar en el Barça e internacional español. Si cumples con todos los requisitos, además de evitar cenefas humanas y porrazos a cazuelas, debes vigilar cómo doblas las medias para no esconder la bandera nacional, no opinar de política (a no ser que sea para ensalzar el ‘mainstream’ estatal), evitar chasquear los dedos mientras suena el himno nacional, no ser Oleguer Presas...
Para quienes asumen todas esas condiciones, sin embargo, la recompensa parece ser gratificante porque la mayoría repite. Ya sea porque les llena, les interesa o huyen de polémicas. Rechazar la invitación a vestir la camiseta (que solo puede lucir un diseño inequívocamente monárquico) de la selección española es cómo lanzar un guante a los pies de millones de personas. Lo tomas o lo tomas. Pero el dragón es insaciable. No solo las personas, a título individual, deben aceptar las reglas, ahora también debe hacerlo cualquiera que pase por allí. Son varios los aficionados culés que han dejado de serlo porque consideran que el Barça no respeta su manera de pensar, sin entender que son ellos los que piden al Barça dejar de ser quien es. Del Barça se puede salir libremente, pero el Barça no tiene la opción de borrar su historia, eliminar su pasado y dejar de ser.
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